Félix Grande, que escribió en dos versos que sólo son
verdaderas / las palabras irreparables, murió el 29 de enero en Madrid víctima
de un cáncer. El 4 de febrero hubiera cumplido 77 años. Por si en sus ocho
libros de poemas quedaba alguna duda sobre la relación entre literatura y vida
él llamó Biografía a su poesía reunida y Libro de familia a su último poemario.
En él habla de los suyos, es decir, de Vallejo y Machado, del flamenco, de su
mujer y su hija (Francisca Aguirre y Guadalupe Grande, también poetas). Y de su
madre, una mujer que amenazaba con suicidarse porque, contaba su hijo, llevaba
dentro el “espanto” de la Guerra Civil.
Aquella madre trabajaba en el hospital de Mérida mientras el
padre combatía en el bando republicano y por eso Félix Grande nació el 4 de
febrero de 1937 en la capital extremeña, concretamente, donde se juntan, otra
vez las palabras, la calle Concordia y la calle del Calvario, no lejos del
Guadiana. Niño de la guerra, la contienda marcó al muchacho como alguien que
siempre estuvo entre dos calles: fue extremeño de Tomelloso (Ciudad Real)
—donde pasó su infancia y donde ha sido enterrado—, guitarrista flamenco consagrado
a la poesía y poeta a caballo entre la generación de los cincuenta y la de los
novísimos. Tenía tres años menos que Claudio Rodríguez pero se estrenó como
escritor uno más tarde que Pere Gimferrer. Fue en 1964, con Las piedras,
ganador del premio Adonais, el libro que inauguraba públicamente —Taranto
(Homenaje a César Vallejo) seguía inédito— una obra expresionista y existencial
que combina el compromiso cívico del medio siglo con la ruptura formal que
explotó en el 68. Publicado un año antes, en 1967, el torrencial Blanco
spirituals llevó el nombre de Félix Grande a las historias de la literatura.
Cuando obtuvo el galardón más importante de la poesía
española de la época, Grande llevaba siete años viviendo en Madrid. Aunque
había empezado vendiendo de puerta en puerta pomadas contra los sabañones,
trabajaba desde 1961 con Luis Rosales en Cuadernos Hispanoamericanos,
convertida en caja de resonancia de una literatura muy ignorada hasta la
ruidosa eclosión del boom. En sus páginas encontraron cobijo tanto autores
consagrados como Cortázar u Onetti como exiliados que no disfrutaban de tanto
reconocimiento como Antonio di Benedetto o Daniel Moyano. El propio Grande
llegaría a dirigir la revista entre 1983 y 1996, año en el que fue destituido
por el Gobierno del PP, un gesto que el poeta vivió como un desgarro.
En los remotos días del pueblo Félix Grande había acumulado
un variado curriculum como vendedor ambulante, vinatero, oficinista en un
almacén, recitador de casino y cabrero como su abuelo, su padre y su hermano.
Por eso solía decir que había sido “más pastor” que Miguel Hernández aunque
“menos poeta”. También decía que la figura arrolladora de Paco de Lucía le hizo
entender que nunca sería un guitarrista de los grandes. Fue entonces cuando
combinó tablaos y bibliotecas para escribir Memoria del flamenco, un clásico
del género y Premio Nacional de Flamencología en 1978. Ese mismo año publicó
otro de sus libros fundamentales, Las rubáiyátas de Horacio Martín, que obtuvo
otro premio nacional, esta vez de poesía. A partir de ahí, el silencio. Si
acaso, los versos rescatados para cada nueva edición de Biografía. Y la prosa:
ensayos como La calumnia (1987), una defensa de Rosales frente a la acusación
de delatar a Lorca o La balada del abuelo Palancas (2003), una novela, cómo no,
autobiográfica.
Cuando en el invierno de 2004 le concedieron el Premio
Nacional de las Letras Españolas, la obra poética de Félix Grande parecía
cerrada. “Cuando no llegan las palabras es tal vez porque uno no se lo merece”,
decía sobre un silencio de más de 30 años. Fue la impresión causada por una
visita al campo de exterminio de Auschwitz lo que le devolvió a la poesía, para
él, una mezcla de inocencia y coraje, “un estado de gracia, no un género
literario”. Así nació La cabellera de la Shoah, el poema-libro de mil versos
con el que se cerraba en 2010 su poesía reunida, aquella Biografía a la que
siguió, pocos meses más tarde, Libro de familia. Y el 29 de enero, la muerte,
esa enorme palabra irreparable. Pero caeré diciendo / que era buena la vida / y
que valía la pena / vivir y reventar, escribió Félix Grande en unos versos que
quiso titular, secamente, Poética.
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